Todas las historias verdaderas contienen una enseñanza aunque en ocasiones el tesoro sea difícil de encontrar y, una vez encontrado, resulte tan insignificante que el fruto seco y arrugado apenas compense el trabajo de romper la cáscara. Sea o no éste el caso de mi historia, no soy la persona más apropiada para juzgarlo. A veces creo que ésta podría ser de cierta utilidad para algunas personas, entretenida para otras, pero el mundo debe juzgarlo por sí mismo: protegida por mi propia oscuridad, por el paso de los años y por algunos nombres ficticios, me arriesgo sin miedo a exponer abiertamente ante el público lo que no me hubiese atrevido a revelar al amigo más íntimo. Mi padre era un clérigo del norte de Inglaterra, merecidamente respetado por todo aquel que le conocía; había vivido con bastante holgura en su juventud gracias a una modesta renta y a una cómoda y pequeña casa de su propiedad. Mi madre, que se casó con él en contra de los deseos de su familia, era la hija de un caballero, y una mujer de carácter. En vano le recordaron que, si se convertía en la pobre mujer de un rector, debería prescindir de su carruaje, de su doncella y de todos los lujos y comodidades propios de la riqueza, que para ella eran casi indispensables. Un carruaje y una doncella eran cosas muy convenientes, sí, pero, gracias a Dios, tenía pies para caminar y manos para atender sus propias necesidades. Una casa elegante y jardines espaciosos no eran bienes despreciables, pero prefería vivir en una casa rústica con Richard Grey que en un palacio con cualquier otro hombre del mundo.