A las dos de la tarde del día siguiente, el Juzgado, constituido en la tienda, practicaba las primeras diligencias sumarias.
La consternación circuló por la comarca como fuego de artificio lanzado sobre una multitud.
Del acontecimiento se hizo una síntesis: la tienda de Andújar, escalada, robada, llena de sangre, y dentro un hombre muerto. Esa síntesis corrió de boca en boca, reforzándose en la exageración de tal manera que al llegar a los linderos remotos decíase que la tienda había sido saqueada, que se había encontrado a Andújar cosido a puñaladas y que los muertos pasaban de diez.
Como si corriente de aire polar hubiera circulado, todos los campesinos sintieron frío; para unos, frío de alma sencilla ante el asombro de inaudita maldad; para otros, frío de vacilante virtud ante el peligro de hacerse sospechosos, o de imbécil miedo ante la intervención aparatosa de la justicia.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, muchos se internaron en los bosques; otros, sólo se atrevían a cambiar en voz baja tímidos comentarios.
Con aquella masa acobardada y muda tenía que habérselas la justicia; de aquel mundo de esquivos y ciegos tenía que surgir con claridades meridianas la verdad.
Horas después del crimen, a las cuatro de la mañana, dos campesinos pasaron frente a la tienda. Detuviéronse incidentalmente frente a la puerta cuya cerradura rompió Gaspar, y como uno de ellos pusiera la mano sobre los batientes, notaron que estaba abierta.
Les alarmó aquello, y aunque atribuyeron el caso a algún descuido, alejáronse inquietos por si acaso, por no verse envueltos en malos asuntos.