La luz vino y se fue y vino de nuevo, las atronadoras campanadas de las tres de la tarde llenaron la ciudad entera de multitudinarios bronces, las suaves brisas de abril le arrancaron láminas de arco iris a la fuente, hasta que el surtidor volvió a palpitar en el momento en que Grover entraba en la plaza. Era un niño serio de ojos oscuros, con una mancha de nacimiento en el cuello parecida a una baya de color marrón y una expresión amable en el rostro. Demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad. Los zapatos gastados, las medias gruesas atadas a la altura de las rodillas, los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones a cada lado, la camisa de marinerito, la vieja y maltratada boina, que ya casi no tenía forma, apoyada de medio lado sobre aquella cabeza de cuervo, la sucia y deteriorada mochila de lona colgando del hombro, vacía de momento pero en espera de los papeles arrugados de la tarde. Aquel desaliñado y simpático atuendo hablaba por sí solo. Grover se giró y pasó junto a la cara norte de la plaza. En ese momento fue testigo de la unión entre el ahora y el para siempre.