En todas partes había una rebelión. Ninguna relación de dominación estaba a salvo: ni la establecida entre los sexos, ni el orden racial, ni las jerarquías de clase, ni las relaciones en las familias, los lugares de trabajo y las universidades. Las convulsiones de finales de los sesenta y principios de los setenta se extendieron rápidamente por todos los sectores de la vida social y económica. Para conjurar la amenaza, las elites de los círculos empresariales idearon nuevas artes de gobierno que incluían la guerra contra los sindicatos, la primacía del valor accionarial y el destronamiento de la política. Sin embargo, el neoliberalismo -que inició así su marcha triunfal- no estuvo determinado por una simple «fobia al Estado» y por el deseo de liberar la economía de las injerencias gubernamentales. Bien al contrario, la estrategia para superar la crisis de gobernabilidad consistió en un liberalismo autoritario en el que la liberalización de la sociedad iba de la mano de nuevas formas de poder impuestas desde arriba: un «Estado fuerte» para una «economía libre » se convirtió en la nueva fórmula mágica de nuestras sociedades capitalistas.