Desde la alegre y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, después de atravesar verdes campos y densos bosques, llega hasta el pie de las majestuosas montañas, de imponente y severo aspecto, que dominan el valle. Después, el sendero empieza a subir hasta la cima de los Alpes, cruzando prados de pasto y hierbas olorosas. Por esta vereda trepaba, en una mañana espléndida, una alta y robusta muchacha de la comarca, y a su lado, cogida de su mano, iba una niña, cuyas mejillas rojas destacaban en su rostro bronceado lo que no era sorprendente, porque, no obstante el fuerte calor de aquel mes de junio, la niña había sido arropada como en pleno inviernö. La pequeña contaría unos cinco años; era difícil hacerse una idea de su figura ya que llevaba dos o tres vestidos, uno encima del otro y, tapándolo todo, un gran pañuelo de algodón rojo que la hacía parecer algo informe. Con sus gruesos zapatos provistos de clavos en las suelas, la acalorada niña avanzaba con dificultad. Hacía cerca de una hora que las dos viajeras habían comenzado a subir por el sendero, cuando llegaron a Dörfli, una aldea situada a medio camino hacia la cima. La joven acababa de llegar a su pueblo natal, donde todos la conocían. Desde casi todas las casas salieron gritos de bienvenida, pero ella siguió caminando, aunque contestaba a los saludos y a las preguntas, y sólo se detuvo frente a la última casa de la aldea. La puerta estaba abierta. Una voz la llamó desde el interior.