Estábamos de luto por mi madre, que había fallecido en otoño, y pasamos todo el invierno solas en la aldea, Katia, Sonia y yo. Katia era una antigua amiga de la casa, una institutriz que nos había criado a todos, y de la que yo me acordaba y a la que quería desde que tengo memoria. Sonia era mi hermana menor. Pasamos un invierno triste y lúgubre en nuestra vieja casa de Pokróvskoe. El tiempo era frío, ventoso, y los montones de nieve eran más altos aún que las ventanas; estas casi siempre estaban congeladas y empañadas, y el invierno transcurrió sin que apenas fuéramos a ningún lado. Rara vez llegaba alguien a visitarnos; y quien llegaba no aumentaba ni la alegría ni el contento en nuestra casa. Todos tenían una expresión triste, todos hablaban en voz baja, como si temieran despertar a alguien, no reían, suspiraban y con frecuencia lloraban al mirarme y, sobre todo, al mirar a la pequeña Sonia con su vestidito negro. Era como si en casa aún se percibiera la muerte; la tristeza y el horror de la muerte flotaban en el aire. La habitación de mamá permanecía cerrada, y aunque a mí me daba mucho miedo, había algo que me empujaba a asomarme a esa alcoba gélida y vacía cuando pasaba frente a ella antes de irme a acostar.